Fui a ver a Nacho Vegas a La Rambleta y tuve una crisis existencial. No me han dado camiseta ni nada.
La primera vez que vi a Nacho Vegas en concierto fue una puta mierda, la verdad. Unas fiestas en Madrid, en la Plaza Mayor, con una acústica que daba pena y mi ligero problema de agorafobia ahogando cualquier chispa de emoción. Me fui a mitad canción, decepcionada.
Por aquél entonces, tampoco es que fuese yo una gran fan -solo me ponía sus canciones cuando, triste y deprimida, quería estar peor-, pero me hacía ilusión, qué sé yo. Y le tenía asociado a Nick, y como con todas las cosas que tengo asociadas a él, quería resignificarlo. Tomar el pedacito de recuerdo y poner algo encima, algo mío, para que deje de ser algo nuestro.
Ayer, a las ocho de la tarde en La Rambleta, estaba dispuesta a hacer lo mismo. Por un lado, el edificio en sí, que prácticamente inauguré con Nick, donde nos pillaron follando en los camerinos, donde pasé tantas y tantas noches… La última, con Maika Makovski en el escenario y Elvira a mi lado por última vez.
Y por otro, el cantante y las canciones. Asturias y David. David y Lucía. Lucía y Madrid.
onde’l carbón y l’arena…
Fui sola, porque con el tiempo aprendí que la única forma de tocar una versión es haciéndola tuya. Si no, solo estás interpretando y para eso, ya tenemos el karaoke. Me tomé un whiskey absolutamente asqueroso por la idea de hacerlo sola, me fumé un cigarro, di un par de vueltas a abrir una libreta y convertirme en una caricatura de la V de hace 10 años, y finalmente, me levanté en busca de mi sillón asignado en el patio de butacas.
Esa fue la parte fácil. Hice las paces con La Rambleta. Ahora venía lo difícil, lo reciente, la costra que tiene toda la pinta de cicatrizar fatal. Aunque la verdad, es la parte en la que menos pensé durante el concierto. No sé si eso quiere decir que la herida está mejor de lo que pensaba, o que el rayo que me cayó después simplemente eclipsó cualquier dolor.
Mientras esperaba que empezara el espectáculo, se me ocurrió una bizarrada de problema matemático mezclado con escena de sitcom digna de los noventa: un evento como éste, con una persona que se sienta en una butaca al azar. Si consideramos las variables de la ocupación (diría que aproximadamente 80% de la sala), las ausencias por diferentes circunstancias (aquí tendría que considerar estadísticas de contagios de Covid, accidentes de tráfico en esta época del año, muertes naturales en Valencia al mes, miles de historias por el estilo, variables y variables de imprevistos, tragedias y tener un día de mierda y no ser TAN fan al fin y al cabo), y la atención y número de acomodadores, ¿a cuántas sillas aleatorias está la asignada? ¿Está más cerca una sin asignar? ¿O una asignada a alguien que no vendrá?
Estaba ya inquieta. Ojalá me hubiese traído alguna cosa de ganchillo, por tener algo que hacer con las manos. Aunque sacar un ganchillo y lana en un concierto sería puto criminal y joder, cada vez estoy más cerca de los 82 y ¡oye, qué pasa! Hay señoras de 82 años que quieren hacer ganchillo y escuchar a Nacho vegas, ¿vale?
Me sudan las manos.
Ahora, digo. En ese momento, estaba bastante menos nerviosa. Pero sí acabé con las manos sudorosas, sí. Llegó en una de las canciones, una que no puedo nombrar, siquiera. Me gustaría decir que no lo recuerdo, como Cervantes. En una canción de Nacho Vegas, de la que no quisiera acordarme…
Un señor incómodo.
Veréis, Nacho Vegas tiene tres tipos de canciones: uno, las de amor y desamor, todo junto, separado, más folk, más indie, más de esto, más de aquello. A veces, cuento, a veces, mito. Canciones-garnición, canciones digeribles, que te llegan donde tienen que llegar, que funcionan.
Luego, en segundo lugar, están las canciones-protesta. No se me hacen bola, como las de Llach, no son demasiado arcáicas, como las que graba el Coro Popular Javalón, y son más melódicas y amables que, yo qué sé, Izal y Vetusta Morla y todos esos grupos españoles (o españoadyacentes) que francamente, se me escapan, me suenan siempre igual, y me provocan onomatopeyas varias de ni frío ni calor, cero grados.
Y ahora que he despreciado el 70% de los grupos españoles, vamos con el tercer tipo: las canciones que me joden. Las que solo puedo escuchar con cascos y en una habitación vacía. Las que me provocan una mezcla de vergüenza ajena y la incomodidad profunda de estar presenciando algo sagrado, que mi mirada pervierte y corrompe. Fue una de esas canciones la que me dejó las manos húmedas, el cuerpo frío, la piel erizada.
Fue un shock inmenso, escuchar una canción así en directo. No sabía dónde meterme, lo juro, fue algo tan visceral que me costó no salir corriendo de la sala.
No sé qué pasó el resto del concierto, porque Vegas siguió cantando esa clase de canciones y yo seguía atropellada, cada vez más aplastada contra el asfalto. Me pasé una hora andando un poco sin rumbo, en dirección al barrio de Olliver, pero sin tener muy claro qué estaba haciendo. Tenía que descomprimir o estallar. Me imagino a Will E. Coyote, con una bomba de bicicleta, rehaciendo su cuerpecillo animado tras un atropello de múltiples camiones. Sí, descomprimir. Respirar. Bombear aire y sangre y volver a trazar mis límites.
De acuerdo, vamos allá. ¿Qué es lo que me produjo una reacción tan extrema? Y más importante aún, ¿por qué?
No me esperaba que tocara esas canciones, las demasiado íntimas. La sorpresa, de acuerdo, eso es un factor. Al fin y al cabo, ¿por qué pasar por eso?
Esa pregunta me llevó a pensar, bueno, es una catarsis y, conociendo todos los músicos que conozco, seguramente tenga una parte de ego también. Aunque no es la sensación que tenía, Nacho Vegas no es un exhibicionista emocional. Estaba demasiado tenso e incómodo para disfrutarlo.
Entonces, ¿qué? ¿Qué hace a una persona capaz de presentarse en un escenario, con un público delante al que ni siquiera puede ver por los focos, y cantar todo eso? ¿Y por qué lo hace? ¿Y por qué me resulta tan incómodo?
No sé por qué ni cómo lo hace Nacho Vegas, la verdad. Me gustaría preguntárselo alguna vez, aunque creo que lo de conocer a tus ídolos jamás es buena idea. Pero tras un paseo muy largo, otro whiskey, tres o cuatro conversaciones (conmigo misma y con otros, es que si no hablo, no puedo pensar), y muchas, demasiadas, vueltas, tengo al fin alguna conclusión.
Estoy teniendo una crisis existencial porque jamás he creado algo desde ese sitio tan íntimo y patético, nunca jamás para presentarlo al mundo.
He escrito y pintado en miles de libretas, sí, pero todo lo que podía tener un público, uno invisible, un abismo capaz de contestarme… Eso no venía de las tripas. Tuve que enfrentarme a mi propia vergüenza. Encontré pudor y puedo decir al fin que no lo superaré jamás, y que ni siquiera se trata de eso. No hay que superarlo, hay que seguir alimentándolo, incluso. Pero hay que mostrarlo.
Me da miedo y vergüenza mostrar mis tripas, pero creo que no hay otra forma de hacer arte, porque el arte viene de ahí, de ese lugar profundamente íntimo y blandito y francamente asqueroso. Encima, para más inri, creo que hacer arte es una de esas cosas profundamente humanas que hay que hacer para ser plenamente persona, como freír masas de harina o formar vínculos emocionales con objetos inanimados. Así que, obviamente, tengo que hacerlo.
Y ya llegamos al final de esta crónica, que en realidad, no es más que un ejercicio de eso mismo: no recortar, mostrarme, decir “esto soy yo” y sufrir lo que venga detrás, sean apláusos o abucheos. O peor aún, silencio.
Nota: Algunos nombres son reales, algunos no. Y hablando de nombres, y porque soy una nerd de mucho cuidado: Nacho, Ignacio, Ignotus: Ignorante, deconocido. Vegas, tierra fértil. Lo contrario de ignorante es culto, que viene a ser cultivado.