Supongo que cuando una llega a cierta edad y cierto nivel de experiencia, empieza a escuchar aquello de “buah, tía, ¡podrías escribir un libro con todo lo que te pasa!” En concreto, a mis 33 años de edad y 89 años de historias, me lo repiten bastante. Tal vez la frecuencia se deba a conocer más gente nueva en los últimos cuatro meses que en los anteriores cuatro años. Tal vez se me da mejor ahora contar historias que antes. Tal vez ahora realmente tenga algo interesante que contar. Quién sabe.

En todo caso, me pregunto siempre por las motivaciones que tendría un futuro lector de un libro mío, qué le llevará a comprarlo o mejor, a robarlo. Esperará sexo, claro, y supongo que lo devorará con toda el ansia con el que leyeron a Belle du Jour pero sin ningún sentimiento incómodo asociado al consumo tangencial de prostitución.

O tal vez esperen atentados, espionaje, enfrentamientos callejeros y quema de contenedores, pero con las ganas de probar que no solo leen prensa amarilla y que tenían razón con lo que decían del anarquismo y los perroflautas esos.

Puede ser que esperen otras cosas, más sutiles, o más superficiales, pero todas mis suposiciones pintan a mi futuro lector como alguien que me conoce, aunque sea de paso. Creo que nadie que no me conozca ya se interesaría por mi historia. No porque no sea interesante, lo es, pero ¿y qué? ¿No lo es acaso la tuya también?

Esta entrada no va a ser ni sobre autobiografías, ni sobre sexo, ni sobre política, ni sobre ninguna de sus intersecciones. Será sobre imagen.

Más concretamente, cómo te ves versus cómo te ven.

A pesar de ser modelo en distintas ocasiones y etapas de mi vida, soy muy poco fotogénica. Salgo fatal en la mayoría de las fotos, hasta las que me hago yo misma. Me he resignado hace tiempo al comentario, “en las fotos pareces otra”. Es normal. Hace falta un artista para capturar un gesto y lo que nos hace destacar a la mayoría son los gestos, no la simetría de nuestras facciones, ni la suavidad de nuestra piel. La razón por la que tu novio no se ha dado cuenta de que te has cortado el pelo es que no has cambiado el gesto de apartarlo de tus hombros.

Cuando vivía en Madrid, me encontraba constantemente con un señor cuya cara no consigo recordar. Algo muy embarazoso para mi, pues nos habíamos acostado varias veces y además, era parte del círculo de amistades que tenía en ese momento. Es un hombre guapo, supongo, porque todo el mundo así lo afirma. Yo solo puedo identificarle por cómo se mete un chicle en la boca cuando piensa que hay una oportunidad para besarte.

Hace tres años, caminando por la calle con mascarilla y hablando por teléfono en inglés, me reconoció una antigua compañera del instituto. Paró el coche a mi lado y bajó la ventanilla, “Valentina, ¿eres tú?” No nos habíamos visto en casi 15 años. No puedo estar segura, pero creo que reconoció mi forma de andar.

En comunicación, nos enseñan que gran parte del significado se transmite mediante el lenguaje no verbal. Recuerdo mi primera vez delante de un telepromter, la consciencia repentina de cada tic nervioso que podría tener. Parpadeo demasiado, o demasiado poco. Estoy arqueando las cejas. Aquí asiento para enfatizar. El sudor es por los nervios, no por los focos.

Hay gestos que podemos controlar, o ensayar hasta que sean tan naturales como respirar. ¿Cómo sabes cuando algo que haces es natural o ensayado, una vez perfeccionado el artificio? ¿Soy como tú me ves o como yo me veo? ¿Soy como yo me veo o como yo me creo?

Volviendo a Belle du Jour, recuerdo exactamente dos entradas de su blog y una de ellas trataba justamente esto. Iba de un señor que apagaba sus cigarrillos como si hiciese un jaque mate. ¡Qué imagen tan evocadora! Un gesto decisivo, apretando la colilla contra el cenicero, con un tono de triunfo y cierta satisfacción. Impactante.

Entiendo que escribiera sobre él, la verdad, hay bastante gente que metí en mi cama pero no en mi cabeza y un gesto así… Un gesto así lo recuerdas. Tanto, que soy incapaz de apagar un cigarrillo sin pensar en jugar al ajedrez.